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La voz

               Todo lo que imaginó había muerto.  Ninguno de los dos se atrevía a despertar. La gente se hinchaba comiendo algodón de azúcar y palomitas. Mientras edulcorados titulares chorreaban los periódicos, sus ojos inertes se devoraban a pedazos la tipografía.


 

               Alguna voz se filtraba de vez en cuando y deslizaba verdades inquebrantables. Existía el acoso feroz.  Una forma implacable de canibalismo. Estaban disfrazados de corderos por todas partes.  Eran como las ratas que habían tomado el apartamento.  Aprendían a eludir la trampa para comerse el queso.  Todos hacemos algo imperdonable para seguir viviendo.


 

               El sonido primitivo de la tribu era gutural. Después de un año habían perdido el rastro. Sin embargo había dejado multitud de señales. Era como si se hubiera evaporado. La propietaria se había obsesionado con ella.  Sin duda la creía culpable o poseedora de algún secreto.  Estaba convencida de que ocultaba algo. Tenía por costumbre apropiarse de la vida de sus inquilinos. Ya se lo había advertido el profesor que vivía al otro lado de la calle.

 

               Llovía. Abrió las cortinas. El marco de la ventana recortó una fotografía que se calibró al milímetro en su retina. Recordó el faro donde se habían encontrado por última vez. Escuchó el mar, voraz contra las rocas. La sobresaltó el teléfono. Su voz le traspasó la piel. La explicación de lo ocurrido no tenía lógica. Las frases, al pronunciarlas, mutaban de significado. Hablaban, pero entre ellos huían las palabras. El amor es un perfume que se funde con los fluidos corporales y macera la carne, mientras la decrepitud aguarda en un rincón como la muerte. Eran capaces de desafiar al juez, de atreverse a ser mejores que dios. Dios era sólo la justificación de todas las miserias. Y en su arrogancia sólo buscaban aferrarse desesperadamente a la mirada del otro. Equivocando retrato con inmortalidad.


 

 

 

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