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La tribu

     Poco a poco la habían olvidado. Al principio todavía la veían sentada en algún parque, con el rostro apacible vuelto hacia el sol flojo del invierno. Caminando por una carretera. Subiendo a un autobús en un pueblo de montaña. Pero después llegaron las lluvias y pasaron días, semanas, meses enteros sin hablar de ella. Los relatos que urdían los vecinos pintaban un cuadro, que engordaba detrás de cada capa de oleosas mentiras. Llegaron a decir que se la habían comido los cerdos.

 

            Los jazmines eran especialmente atractivos por la tarde. Perfumaban hasta los hierros de la verja donde los niños apoyaban sus mochilas. Todos cargaban sus secretos con una fingida dignidad. Y los secretos escondían la extorsión. Así había comenzado todo.

 

            En el pueblo convivían cuatro bandos, pero nunca se sabía a ciencia cierta quién pertenecía a cada uno. Hay quienes afirmaban pertenecer a los cuatro. Y quienes declarándose acérrimos enemigos de los otros tres, igual comían, dormían y fornicaban juntos.

 

             El verdadero problema del pueblo no era su aislamiento. El verdadero problema era su lenguaje. Era la manera de comunicarse. Todo se decía en forma de metáfora. Nada era directo, claro y asertivo. Todo admitía tres, cuatro, cien lecturas. Todo podía ser o no ser al mismo tiempo. La realidad era cambiante y la verdad ya no existía. Llegar a la verdad sólo era posible a través de una lengua perdida. Una lengua que únicamente conocían las voces de la tribu.


 

 

 

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